Cuando el trono de Pedro queda vacío, una figura poco conocida se convierte en el engranaje clave del poder temporal: el camarlengo. Ese papel recae hoy en el cardenal Kevin Farrell, quien comunicó oficialmente la muerte del papa Francisco y asumió de inmediato la responsabilidad de guiar la Santa Sede durante el período de sede vacante. Aunque no lidera espiritualmente a los católicos del mundo, es ahora la máxima autoridad operativa del Estado vaticano.

Nacido en Dublín en 1947, Farrell tiene una carrera marcada por la discreción y la eficacia. Se formó en España y Roma, y comenzó su ministerio en México antes de consolidarse en Estados Unidos como obispo de Dallas. Su perfil administrativo, su fluidez en español y su cercanía pragmática con Francisco lo catapultaron a cargos estratégicos en la Curia Romana. En 2019, fue elegido por el propio Papa como camarlengo, un cargo centenario reservado a quienes poseen experiencia institucional y nulas ansias de protagonismo.

Las funciones del camarlengo son tan solemnes como decisivas: confirmar la muerte del pontífice, custodiar sus pertenencias, organizar el funeral y preparar el cónclave que elegirá al nuevo papa. Farrell ya ha iniciado todos estos procesos, incluyendo el traslado del cuerpo de Francisco a la basílica de San Pedro y la coordinación del sepelio bajo los lineamientos que dejó el pontífice, alejados del boato tradicional.

El rol también conlleva una dimensión simbólica: Farrell destruyó el anillo del Pescador, sello oficial del papa fallecido, y cerró la residencia papal.
Aunque Farrell no puede nombrar obispos ni intervenir en cuestiones teológicas, sí asegura que el Vaticano no se detenga mientras se aguarda al nuevo sucesor de Pedro.